miércoles, 2 de marzo de 2011

Los miedos lo encadenan al suelo.

Su rostro permanece hierático. Tiene los ojos hundidos y enrojecidos de tanto llorar. Las sombras amoratadas de las ojeras cada vez son más pronfundas y oscuras, que desvelan sus largas noches en vigilia. Cada vez está más pálido y las venas ya son visibles, que recorren su rostro como largos ríos de azul tristeza. Además, he podido adivinar largas cicatrices rojas en las muñecas, producto de sus continuas ganas de acabar con su sufrimiento.
Sus labios, antes carnosos y preciosos, están agrietados y cuando se pasa la lengua por ellos los nota salados, de tantas lágrimas como han saboreado.
Su corazón yace muerto en algún rincón de su amargura, y tan sólo es otro cuerpo, arrastrado por el viento tan violento que sopla el destino y no habrá amigos ni testigos que lo añoren cuando su sangre se vierta derramada sobre el amanecer y lo tiña de malva.
Tiene muchos sueños que luchan por salir a flote, pero se acaban ahogándo en la barra de algún bar.
Y cuando ya no se tiene en pie, regresa a mi puerta, se deja envolver por mis brazos y apoya la cabeza en mi pecho, mientras yo le acaricio el pelo y le prometo que cuidaré de él.
Pero dejará de gustarme, lo sé. Lo recibiré en mis brazos por pura costumbre, hasta que sólo sea un desperdicio de piel muerto por dentro y con el corazón latiéndole inútilmente.
Pero hasta que eso ocurra, le dejaré abierta la puerta de mi vida, con el mismo amor con el que lo he tratado siempre.

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